Nadie
sale de su casa y no le importa.
Nadie
mueve sus pies, balancea sus manos, camina, divaga… pero no pasea, porque eso
requiere de una cuota de goce. Y nadie no goza.
Porque
pasa algo: nadie no entiende. ¿Cómo es que no entiende, si cree, en ocasiones,
que es el racional por excelencia que anda por los caminos que se interponen a
él? Porque a nadie se le pueden explicar muchas cosas, usando la lógica más
perfecta que debiese llegar al entendimiento inmediato, pero si no vive, nadie
no entiende. Y nadie no vive.
Nadie
camina; sus pies pasan por distintos caminos, sus ojos están abiertos frente a
los cuadros que se cruzan frente a él, su boca recibe los sabores que le
ofrecen los platos que alguien le dijo son los que más le gustan, sus manos se
agarran no para no caer, sino que porque saben, muy en el fondo, que deben
aferrarse a algo, y a sus oídos llegan los sonidos de los escenarios de los que
no es protagonista.
Quizás
nadie cree que vive, ¿sabe? que vive, pero nadie no siente. Porque no le importa.
Hasta
que nadie se cae, hasta que nadie queda tirado en el suelo sin poder
levantarse, porque sus pies no saben encontrar la estabilidad en un camino
desconocido, porque sus ojos se encandilan frente a las imágenes que quizás
siempre estuvieron allí, sus labios no saben articular palabras que lleguen al
oído de otro nadie que esté pasando por ahí, sus manos no se complementan con
las cosas que tiene a su alcance para tomar el impulso que le ayude a pararse,
y los oídos de nadie no escuchan a nadie.
Hasta
que llega alguien que levanta a nadie.
Y
a nadie le importa.
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